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Mirar a nuestra mamá como una igual

Por Daniela Méndez

En un momento de la vida éramos una sola con nuestra mamá. Estuvimos en su cuerpo y esto es algo único y profundo, sin duda. Era para nosotras una diosa (quizá como lo somos nosotras hoy para nuestros pequeños). Nuestra supervivencia dependía de ella, del alimento que su cuerpo nos entregaba en el vientre y después también: sus brazos, su tiempo, su sueño. Todo eso nos ayudaba a mantenernos vivas, a crecer en cuerpo y alma para aprender a vivir.

La verdad es muy difícil ver como una igual a alguien que nos tuvo dentro de sí, a alguien que nos creó con sus células. Y ¿a qué me refiero con esto? A que muchas veces eso que ha quedado grabado en nosotras -en ocasiones de una manera muy profunda e inconsciente-: la unión a su cuerpo, el agradecimiento por la supervivencia, nos lleva a mirar a nuestra madre como un ser superior ¡por mucho! a nosotras. Por otro lado, la mirada cultural a la madre como un ser santo, perfecto e infalible, tampoco nos ayuda a tener una mirada más clara y objetiva sobre ella y/o sobre nosotras en relación a ella.

Y ¿qué problema nos trae esto? Pues que muchas veces sus actos y su voz dominan nuestra maternidad, nos llenan de culpa, luchas de poder o hasta sentido de superioridad. Ser como ella, hacer como ella o todo lo contrario a lo que ella hizo, de ser posible. Si nos dijo que no le parecía algo, que no estaba de acuerdo con x o z, es una tremenda tortura para nosotras. Su opinión se convierte en mandato y paraliza nuestros actos. O nos convertimos en esclavas de hacer todo lo contrario a lo que ella hizo, lo cual es mantenerla también en los más alto de nuestra vida de alguna manera.

Mirar a nuestra mamá como una igual significa entender que ya no somos niñas ni bebés en sus vientres ni en sus brazos, si no mujeres tan humanas, perfectamente imperfectas, como ella. Que no tenemos deudas con ella que nos dio la vida. Mirar a nuestra mamá como una igual es bajar a esa diosa del altar, liberarla y liberarnos, en definitiva. Verla como una mujer igual que nosotras con sus heridas, sus esfuerzos, sus errores, sus defectos, sus virtudes, poderes, sus luchas e incoherencias.

Mirar a nuestra mamá como una igual también nos ayuda a mirarla con mayor humanidad, empatía y humildad. Si nosotras NO somos perfectas (porque no querida, no lo somos, aunque sintamos que, de algún modo, hemos trascendido modelos antiguos o que criamos de una manera más consciente y serena, seguimos teniendo agujeros, inconsistencias y defectos) ¿por qué habrían de serlo ellas?

Recuerdo un día en el que estaba por allí en mis veintitantos años y le reclamaba a mi madre algo que, a mi parecer, ella no hacía bien. Le echaba en cara con esa dureza, rebeldía y hasta soberbia, que tenemos algunas veces cuando queremos cambiar las cosas, cuando vivimos con rebeldía interna -con causa o sin ella-, ese error que ella cometió y que supuestamente yo no cometería igual. Pues ¿saben qué? ¡Cometí el mismo algunos años después! ¿Te ha pasado a ti también?

También me ha pasado que, siendo madre y viviendo la intensidad del día a día, me encuentro recordándola, pidiendo paciencia a Dios, al universo y a la vida, tal como ella la pedía. Y la entiendo, porque yo a veces también la pido, siento eso que me falta por instantes y abrazo a mi madre de alma a alma; la perdono si es que en alguna parte de mí siento que está en deuda con mi niña interna y me perdono por haberme creído, en algún momento, superior o más evolucionada.

Y es cierto que a veces trascendemos ciertas áreas, lo hacemos diferente, y podemos lícitamente sentir que lo hacemos mejor. Eso es válido porque como muestra madre es una humana, tal vez la embarró en ciertas áreas (como la embarramos o la embarraremos nosotras objetivamente o según el criterio de nuestros hijos porque por consciente, amorosa y sanamente que criemos, ellos un día, nos echarán en cara algo de lo que fuimos o hicimos, por el simple hecho de ser distintos a nosotras). Sin embargo, bajarla del altar también nos ayudará a perdonar sus embarradas… y ¡a perdonarnos las nuestras!, por supuesto.

¿Significa esto que debo permitirle todo? Pues no. Puedo poner sanos límites o guardar distancia si es lo que hace falta. Puedo también decirle Gracias mamá por tus consejos, pero yo lo hago a mi manera. Soy una mujer tan adulta como tú y estoy viviendo mi oportunidad de vivir la maternidad bajo mi forma, estilo y apuesta. También puedo decirle a esa voz interior que a veces nos atormenta con como lo hizo -o no lo hizo- ella (porque a veces, aunque no opine, la tenemos grabada adentro como un grito o susurro interno): Gracias, madre que habitas en mí, pero ya soy una mujer y me puedo hacer cargo de mí misma. Hay valores que he tomado de ti y otros que te agradezco, pero te devuelvo. Tú eres tú y yo soy yo.

Cada una tiene SU lugar, ella, nuestra madre y nosotras. Compartimos algunas cosas, otras ni cerca, pero somos iguales en dignidad y en humanidad. Ninguna está por encima de la otra, así como nosotras no estaremos tampoco por encima de nuestros hijos o hijas.

Bajemos a nuestra madre del altar y también a nosotras: esto nos aliviará a todas.


Daniela Méndez es psicóloga psicoanalista, dedicada a la psicología femenina y escritora. Una de sus motivaciones más importantes es descubrir cómo vivimos las mujeres la experiencia de maternidad.

La encuentras en su Instagram @espaciodanielaalma y en su página web: danielaalma.com

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