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Testimonio de una madre adolescente

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Testimonio de una madre adolescente

Corría el año 2008, yo estudiaba en un muy buen colegio, cursaba cuarto medio y tenía buenas notas. Desde siempre tuve muchas facilidades para aprender y por lo mismo, mis padres tenían altas expectativas sobre mi futuro.

Por eso, cuando comencé a mantener relaciones sexuales de manera frecuente con mi pololo, el cual ya era estudiante universitario, (razón que no agradaba mucho a mi familia), decidí ir sola y por primera vez al ginecólogo para comenzar un tratamiento anticonceptivo.

Cuando uno es adolescente, siente la vida en sus manos, no hay límites de nada y a veces incluso nos sentimos un tanto inmortales. El “a mí no me va a pasar” es súper frecuente en el pensamiento de tantos y tantos niños. Hasta que a mí me pasó.

Tuve un atraso en mi ciclo menstrual, lo cual era muy raro en mí, pero lo atribuía a muchas cosas, (la negación es el primer paso para autoconvencerte que “a mí no me va a pasar”). Por esas fechas terminaba el primer semestre del colegio y el estrés era muchísimo, entonces no le tomaba importancia a mi atraso. Terminé con buenas notas las pruebas finales y salí de vacaciones de invierno. Durante esos días sentía mis pechos muy sensibles, me dolían hasta con el roce del sostén, también por las tardes sentía un sabor metálico en la boca, siempre a la misma hora. Me mareaba bien seguido y hasta el olor a cigarro de mi pololo fumador me daba asco. Sin embargo, todo lo anterior lo atribuía a cualquier cosa,menos a un embarazo.

Test de embarazo positivo

Un día, mientras almorzábamos con mi familia, me dieron ganas de vomitar. Tras ese episodio, sentí pánico porque se cruzó por mi cabeza la posibilidad de estar embarazada. Se lo comenté a mi pareja y quedamos en realizar un test de farmacia. Para mi sorpresa el test salió nulo. Por eso, al día siguiente repetimos la prueba. ¿El resultado? Tras marcarse la primera línea, la segunda no demoró en aparecer, y junto con eso una ola de diversos pensamientos invadieron mi cabeza. 

Busqué hora con cualquier ginecólogo disponible para el día siguiente, y es que antes de contarle a mis padres, debía estar 100% segura. Fue ahí cuando comenzaron las caras de lástima. El doctor que me atendió se lamentaba mucho sobre la juventud, “¿qué vas a hacer con una guagua a los 17 años?”, “¿Por qué no te cuidaste si ibas a hacer cosas de grandes?”, “ahora tienes que aguantar nomás todo lo que se te viene”, “te cagaste la vida!”. Me mandaron de inmediato a una ecografía, y solo cuando sentí los latidos del corazón de mi hija, pude asumir que sería mamá, a esa altura ya tenía casi ocho semanas de embarazo.

 

Inmediatamente le conté a mis padres, obviamente sintieron una decepción enorme de mi, tenían demasiadas expectativas sobre los estudios, le echaban mucha culpa a mi pareja que tenía varios años más que yo, hablaban entre ellos sobre la gran decepción que sentían de mí. Además asumieron que ellos debían pagar todos los gastos de mi bebé y pensaban que sería madre soltera. No dejaban de repetir “te cagaste la vida!”.

Vuelta a la espalda

Todo lo que vino después fue un período de bastante tristeza. Estar embarazada es un proceso de muchos cambios, muchas nos sentimos de alguna forma en un estado frágil, que se hace aún más difícil cuando se vive sola, con poco y casi nulo apoyo. Sentí que mis padres me dieron la espalda en el momento más complicado de mi vida, justo en la transición de niña a mujer, donde pasas por un sinfín de cambios hormonales, que sumados a los propios vaivenes del embarazo, hace que se convierta en una pésima combinación.

Mi pareja comenzó a trabajar mucho más en su universidad, con suerte lo veía una vez a la semana por un par de horas. En ese tiempo no existía whatsapp ni las redes sociales como ahora, era difícil mantenerse comunicados todo el día. En mi curso, todo seguía igual, mis compañeras solo hablaban de los carretes, preuniversitarios, la carrera para la universidad que iban a elegir. Mientras que yo me sentía completamente desorientada, pensaba en mi hija, en que no tenía nada para ofrecerle, aparte de todo mi amor y cuidados, no sabía si iba a poder hacerlo, no sabía ser mamá.

Con el tiempo, trataba de terminar mi enseñanza media lo mejor posible, sabía que el año siguiente no iba a estudiar, pensaba solo en mi hija. Mi pareja se esforzaba mucho en el trabajo y en apurar su proceso en la universidad. Con ese dinero le fuimos armando las cositas a mi bebé que venía en camino.

Sin embargo, la soledad no me abandonaba. Eso te pasa cuando eres mamá adolescente. Puedes estar rodeada de gente, de amigos, familia, incluso tu pareja. Pero en el fondo, tienes esa sensación de estar sola y embarazada, en una etapa que se supone no corresponde.

“Una niña cuidando a otra niña”, “estás jugando a las muñecas?”, son algunas de las frases que debes aguantar. Ante esto, tienes dos opciones: le haces caso a esos comentarios y te encierras en una profunda depresión, o buscas salir adelante como sea, siendo resilente.

Yo opté por esto último y comencé un largo camino, tratando de pensar en positivo ante todas las adversidades. Durante el resto de mi embarazo hubo un sinfín de complicaciones económicas, de salud y de ánimo. Sin embargo, logré graduarme de cuarto medio con una panza de siete meses y medio de embarazo.

No puedo mentir que sentí un poco de vergüenza al graduarme embarazada por que una vez más todos los ojos de apoderados, profesores y compañeras se posaban sobre mí. Mientras a mis compañeras le deseaban suerte en la universidad a mí me decían, “suerte con tu hija que nazca sanita y ojalá algún día puedas estudiar”.

El nacimiento de mi hija

El 18 de febrero de 2009 nació mi primera hija luego de un parto largo y difícil donde una vez más muchas matronas y enfermeras me trataron mal por ser adolescente. Tiempo después supe que eso se llamaba violencia obstétrica.

Tras su nacimiento comenzó mi camino con la maternidad,  sentí que volví a nacer con ella, salió en mi una persona que no tenía idea que existía, instinto de protección y de inseguridad típica de cualquier madre primeriza. Pasaba mis noches vigilando que no dejara de respirar y mis días tratando de adaptarme a esta nueva vida. Al comienzo de la aventura, recibí muchas visitas y las amigas me frecuentaron mucho.

Pero de a poco, se fueron alejando porque todas empezaron la universidad y estaban en otra etapa. Mis padres me pidieron que no dejara de estudiar, por lo que ese año realicé un preuniversitario para “no perder el ritmo”. Pero la realidad es que yo iba en estado de zombie por dormir poco y nada. Captaba menos del 3% de las clases y las guías de estudio se me iban acumulando cada día más.  Además, tenía que salir un par de veces de las clases al baño porque la leche ya traspasaba la polera.

Así, con el paso del tiempo, rendí una buena PSU y pude entrar a la Universidad a la carrera de Fonoaudiología. Nuevas amistades pero no mismos caminos. Cuando uno es madre tiene otros intereses, solo deseas terminar lo más rápido para poder ofrecerle “algo” a tu hijo, sentía que nadie me entendía cuando decía que no podía carretear como ellas.

Para mi si era importante ir a aprender y no pasar por pasar los ramos, ahí entendí que la maternidad me hizo madurar mucho, esa fue mi lección número uno. No es lo mismo que ponerse fome, es que mis intereses iban más allá.

La situación económica fue mejorando por parte de mi pareja. Comenzó a trabajar en lo que había estudiado y solo nos proyectábamos en ir a vivir juntos. Segunda lección de ser madre joven es que partes con saldo monetario negativo, a veces con mucha verguenza debíamos pedir plata para comprarle

cosas a mi bebé y a fin de mes en devolver ese dinero quedábamos en cero otra vez. Entonces para adelante, solo queda agradecer cada nueva oportunidad y valorar lo que vamos consiguiendo, porque detrás de cada logro monetario hay una historia de tremendo esfuerzo. Las cosas no las consigues fácil, a menos que tengas tu vida asegurada, porque las cosas te cuestan el triple, tanto que a veces bajas los brazos pero ves la mirada de tu hija y solo piensas en salir adelante.

Otra cosa que cuesta mucho cuando eres madre adolescente, es cuando tu hija se enferma. Y la mía pucha que se ganaba los premios en cuanto a enfermedades, virus que andaba en el aire, se lo pegaba. Ahí comprendí una realidad que hasta ese momento era ajena a mí. Siempre al ser carga de mi papá tuve isapre, pero como la situación económica no lo permitía, tuvimos que atenderla en el servicio público todo su primer año, hasta que las cosas fueron arreglándose de a poco.

Vivimos en carne propia las listas de espera, la falta de camas en los hospitales en invierno. Una vez mi hija  tuvo bronconeumonía y debían hospitalizarla, pero no había cupo en ningún hospital. Entonces me la tuve que llevar a la casa con indicaciones médicas precarias.

Me trataron mal muchas veces al verme tan niña con guagua, doctores y enfermeras, me denigraban como mujer, me decían “estas son las consecuencias de abrir las patitas tan chica”, la pasamos muy mal. Pero aprendí una nueva lección: La humildad. Aprendí a ser humilde y empática con el del lado, a pesar que me humillaron infinitas veces, aprendí que uno no sabe lo que es estar abajo hasta que realmente lo está y que lo que realmente importa es ser felices con lo poco y nada que puedes llegar a tener.

Cuando mi pareja pudo contratar un plan de salud para mi hija, las cosas mejoraron drásticamente, increíble el trato como mejora cuando estás pagando, increíble el golpe a la realidad que te da la terrible segregación socioeconómica del país. La realidad es dura sobretodo para la gente que no tiene dinero.

Un final feliz

Finalmente, mi historia tuvo un final feliz. Luego de más de 10 años de esta historia hoy puedo decir que sigo con el padre de mi bebé que ya casi es pre adolescente y mi fiel compañera, creo que la he educado súper bien pese a todas las adversidades de nuestro comienzo; la familia se agrandó y ambos padres logramos ser profesionales con postítulos y postgrados.

A pesar de tener un buen pasar jamás olvidaremos los comienzos difíciles, porque nos mantiene con los pies en tierra firme. Somos una familia súper joven, aún vamos en desfase con nuestros amigos. Algunos van pensando recién en el primer hijo y nosotros vamos por el tercero. La gente ahora piensa que mi hija mayor es mi hermana chica y nosotras solo nos reímos.

Las cosas y la sociedad ha cambiado mucho, la gente no me juzga como antes, ahora me aplaude. Yo enfrento esto con humildad y sabiduría porque muchas de esas personas fueron las que en un comienzo me apuntaron con el dedo. Hace años dejé la ira y la rabia se fueran de mi vida, no podía vivir siempre enojada porque a uno le hace mal. Te deprimes y es difícil salir de ahí. Por eso, otra lección que me dejó la maternidad temprana es aprender a perdonar.

La gente es prejuiciosa, mucha gente se intenta meter en tu vida solo para criticar las cosas malas, para bajarte cuando estás en un mal momento incluso cuando no miran las sus propios problemas. Viven pendientes del que no la pasa bien, acechan para atacarte. Por lo mismo, por sanidad mental, aprendamos a perdonar y no juzgarlos de vuelta.

El embarazo adolescente puede pasar a convertirse en un problema cuando no tienes en tu vida factores protectores como los tuve yo. Mi pareja me ayudó a no caer en depresión post parto y a salir adelante, mis padres me dieron apoyo económico para poder estudiar y yo me crucé con las personas indicadas en los momentos indicados. Cuando estaba muy mal pedí ayuda psicológica también, porque hay temas de los que simplemente no puedes salir sola. La edad de mi embarazo también fue algo que dentro de todo me favoreció. No es lo mismo tener un hijo a los 17 que a los 13 años, ahí debe ser todo mucho más cuesta arriba.

Pero se puede, siempre se puede. Todo en la vida tiene solución, menos la muerte y no hay nada que el tiempo no solucione. Cuesta mucho más, eso es cierto, pero yo tomé la desición de ser madre, no dejar la crianza de mi pequeña a los abuelos, lo cual en muchos casos sucede en esta situación. Decidí empoderarme de la situación y no bajar los brazos porque ya había un ser humano que dependía de mi. Mirando atrás aún no sé de dónde saqué tantas fuerzas y me siento orgullosa de mi misma, porque con lo poco y nada que tenía logré criar una niña sana y feliz que siempre será especial en mi vida porque ella me enseñó a ser mejor persona.

Es fundamental, tener una buena educación sexual desde pequeños y una excelente relación y comunicación con los padres. Eso me faltó a mi, desde la crianza de ellos, los temas sexuales no se trataban simplemente.

Eso complica mucho la prevención del embarazo adolescente. Yo tengo más que aprendida esa lección y pretendo ser mamá compañera dispuesta a hablar de todo y acompañar a mis hijas al ginecólogo apenas comiencen a menstruar. Hacerlas sentir partícipes de su sexualidad y empoderarlas a tomar las mejores desiciones desde que decidan perder su virginidad.

“Ser una madre joven, significa que tú y yo nos encontramos un poco antes, lo que para mí significa que te amaré por más tiempo. Muchos dijeron que mi vida había terminado al tener un bebé. Sin embargo, mi vida apenas estaba empezando. ¡Tú no me quitaste mi futuro, tú me diste uno nuevo!”.

 

Javiera Arriagada Vidal

Mamá de Emilia, Martina y Javieraç

IG: @javafav

Fonoaudióloga Universidad Mayor

Diplomado en Fonoaudiología en Contexto Escolar

 

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